CAPÍTULO
III
Teniendo en cuenta todo lo que se ha dicho hasta el momento, podemos abordar ahora la cuestión del ciclo cósmico del Manvantara, en el que se inserta el desarrollo de la historia humana desde su comienzo hasta su fin. Según la terminología hindú, la palabra Manvantara quiere decir exactamente «Era de Manú», quien representa un Principio de orden espiritual, identificándose con el Legislador universal o Inteligencia cósmica[13] que promulga, de acuerdo a la Voluntad divina y la Sabiduría Perenne, la Ley, o Dharma, que rige nuestro ciclo de existencia (el Manvantara), que es como un reflejo del propio orden cósmico o Harmonia Mundi. Formulando esa Ley adaptada a las condiciones del ciclo humano, Manú es también el arquetipo del hombre, su principio celeste, y en este sentido representa nuestro verdadero Ser, nuestro Ancestro o Progenitor primordial, a quien la tradición hindú da el nombre de Prajâpati, «el Señor de los seres producidos». Se trata de una progenitura espiritual (que no carnal, evidentemente), es decir de aquel Principio que nos da la vida en el sentido vertical y esencial:
«No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto» (Juan, III, 7).
Sin embargo, y como veremos más adelante, no podría existir ninguna forma de vida, incluida la substancial y sensible, sin la participación del Espíritu bajo su forma de «Eros solar».
Todos los pueblos antiguos, cuando hablan de su Ancestro primordial, en el fondo se están refiriendo a Manú (o a un aspecto de éste), que aunque no designe ni un personaje histórico ni legendario, sin embargo la raíz etimológica de su nombre la encontramos en los antepasados fundadores de muchas tradiciones: por ejemplo en el Menes egipcio,[14] en el Minos griego, en el Menw celta, e incluso en Numa (al revés Manú), uno de los siete reyes legisladores de la antigua Roma.
Asimismo encontramos idéntica concordancia en el nombre hebreo Emmanuel, con el que es designado Cristo al nacer, y que significa «Dios en nosotros». Manú es llamado también «El Rey del Mundo» (título dado a Dios mismo en varias tradiciones), o «Monarca Universal», idéntico al Chakravartî hindú y budista, el «Señor de la Rueda», pues mora en su centro y la hace girar sin participar empero de su movimiento, es decir de sus revoluciones cíclicas, siendo, sin embargo, el Principio que la vivifica. Es, por tanto, el «Motor inmóvil» del que habla Aristóteles, el Polo espiritual en torno al cual gira todo nuestro mundo, al que da estabilidad, firmeza y duración.[15] En este sentido, añadiremos que uno de los atributos de Manú es el de «sostén de las almas en el Espíritu de Dios», identificándose así con el «hilo» de Âtmâ, o sûtrâtmâ. Manú es ese hilo o eje con respecto al Manvantara, al que «atraviesa» desde su comienzo hasta su conclusión. Pero, como señala Guénon,
lo que interesa esencialmente destacar aquí es que ese principio (Manú) puede ser manifestado por un centro espiritual establecido, en el mundo terrestre, por una organización encargada de conservar íntegramente el depósito de la tradición sagrada, de origen ‘no-humano’, según la cual la Sabiduría primordial se comunica a través de las edades a quienes son capaces de recibirla. (ibid., cap. II).
Esa tradición sagrada no es otra que la que se ha dado en llamar Tradición primordial, de la que han emanado todas las culturas tradicionales (como irradian de su centro los radios de la rueda), aunque siempre debiéndose de adaptar éstas a las circunstancias de tiempo y de lugar, circunstancias que son las que verdaderamente han marcado las diferencias que han podido existir entre unas y otras. Diferencias sólo en la forma, que no en el fondo o en el núcleo interior y metafísico, que es precisamente la Sabiduría supra-humana, y que lo es porque corresponde a los Principios esenciales de todas las cosas. De esos principios, de las ideas eternas, deriva la Ciencia Sagrada, la que ha dado lugar a su vez a los códigos simbólicos de todos los pueblos (que incluyen los textos sapienciales, los mitos y los ritos), de ahí su carácter revelador y el papel que desempeñan como vehículos transmisores del Conocimiento. Recordaremos, en este sentido, que la palabra tradición equivale a transmisión (ambas proceden del latín tradere); esta identificación es fundamental, pues no se concibe la tradición sin la transmisión del saber que ella conserva, y en el que tiene su razón de ser. Si la tradición no implicara su transmisión, no hubiera habido, ni habría, posibilidad alguna para el hombre de concebir una realidad por encima de su condición individual, quedando encerrado en el mundo sublunar o samsâra, el del cambio y el devenir, el de la generación y la corrupción, que es al que esa condición pertenece.[16]
Decíamos más arriba que uno de los nombres de Manú es Prajâpati, el «Señor de los seres producidos», añadiendo que se trata de una paternidad espiritual, no simplemente física, material. Queremos ampliar esta idea, que es esencial para comprender, a su vez, a la «generación» humana como la expresión de otro tipo de «concepción» mucho más sutil, pues tiene que ver con el «alumbramiento» del hombre «interior» gracias a la acción vivificadora del Sol espiritual, también llamado Verbo, Noûs o Intelecto Divino. No es de extrañar entonces que en todas las culturas y civilizaciones tradicionales siempre se haya asociado la luz al verbo, y el verbo a la luz, como es el caso del Fiat Lux bíblico, el «Hágase la luz» pronunciado «en el principio» –que es ahora mismo– por la Palabra o Sonido primigenio que genera el cosmos u orden universal a partir del «caos» de lo informe.
Esta cosmogénesis, o «generación del cosmos», es análoga a la generación humana en sus dos aspectos: el carnal y el espiritual. En la concepción carnal, en el momento en que el embrión recibe el «hálito vital» que hace que su corazón palpite en armonía con el «ritmo del mundo»; y en la concepción espiritual cuando recibe el influjo del «Sol que preña» el alma, en palabras de Dante. En el caso del embrión físico no se es realmente humano hasta que no se recibe el «hálito vital», mientras que en el ámbito iniciático el ser no despierta y comienza a desarrollar sus potencialidades dormidas y «nace de nuevo» hasta que no recibe «la influencia espiritual» en su mente y en su corazón, la sede de su «yo interno». Son ambos un Fiat Lux simultáneo, pues el ser humano constituye una unidad en cuerpo, alma y espíritu.
En un estudio titulado La Paternidad Espiritual y el Complejo de Marioneta, Ananda K. Coomaraswamy, cita a este respecto al poeta sufí Rumí:
Cuando llega el tiempo de que el embrión reciba el espíritu vital, en ese momento el Sol deviene su sostén. A este embrión el Sol lo pone en movimiento, pues el Sol le dota de espíritu inmediatamente. Hasta que el Sol brilló sobre él, de las demás estrellas este embrión recibió solo una impresión. ¿Por cuál vía devino conectado en la matriz con el bellísimo Sol? Por la vía oculta que se sustrae a nuestra percepción sensorial.
En esta cita Coomaraswamy resume las diversas referencias que hace de otros autores y tradiciones tanto de Oriente como de Occidente, y que se pueden sintetizar a su vez en la idea siguiente: que en la generación humana no son suficientes los «padres físicos», sino que para que dicha generación se produzca ha de existir la intervención del hálito divino, del Soplo o Verbo, identificado con la luz del Espíritu, que se corresponde aquí con el Eros solar, o sea:
la Naturaleza divina que Filón llama «la causa más alta, la causa primera, la causa verdadera» de la generación, mientras que los padres son meramente las causas concomitantes; y a la «Naturaleza siempre productiva» de Platón y al «Padre» de San Pablo: «De la divina paternidad se derivan y se nombran los padres en la tierra». (Efesios III, 25).
Los padres, en conformidad con el medio cósmico que representa lo «externo» con respecto a la interioridad del ser, aportan el elemento corporal y psíquico, el que define de hecho a la individualidad, mientras que el Sol espiritual, el «Sol del sol» aporta la semilla de la «luz metafísica», «transmitida» por esa «vía oculta que se sustrae a nuestra percepción sensorial». Pero para que la individualidad humana exista –y la vida como tal– es necesaria la participación de dicho Sol, del Eros solar, equivalente al Gândharva hindo-budista, e incluso a Tonacatecuhtli, el dios creador azteca. Este último reina en el treceavo cielo, desde donde envía su luz y su calor al seno materno para que los niños sean concebidos.
En los textos hindúes citados por Coomaraswamy se habla del «beso del Sol» para denominar la acción del influjo espiritual en el estado humano, ya sea durante la concepción carnal o durante la concepción espiritual, que la iniciación a los misterios ejemplifica. En la medida que el Sol «besa» al hombre, pueden decir cada uno de los hijos de los hombres: «yo soy», «yo tengo un ser».
En la Alquimia ese principio divino y generador es el Azufre, vinculado con el «Sol interno» y por tanto con lo «áureo», con la luz mineral como símbolo de la luz espiritual, que es también un fuego sutil muy poderoso, pues es el que «purifica» el componente psíquico de la individualidad contribuyendo así a la regeneración y al renacimiento.
Estamos hablando, en definitiva, de la iniciación al conocimiento del Sí Mismo, que se presenta bajo dos vertientes, una manifestada y otra inmanifestada, o sea como «Brahma saguna» o como «Brahma nirguna», por utilizar la terminología hindú. En tanto que manifestado, el Sí Mismo, que no es otro que Âtmâ, está en todos los seres, y estos existen gracias a él, que es el que les da la vida, tanto espiritual como física, mientras que como inmanifestado el Sí Mismo simplemente No Es, por eso nada puede decirse acerca de su naturaleza, que es el Misterio mismo, sin adjetivo ni calificativo alguno.
Es por tanto del Sí Mismo como Espíritu creador y generador del que estamos hablando, o sea del Espíritu como el «Padre» del hombre, y por tanto de este como «hijo» del Espíritu, pues es de él de quien recibe el «soplo» o «hálito» que le insufla el «alma viviente», el jîvâtmâ, o sea Âtmâ o el Sí Mismo en tanto que manifestado a través de una forma y de un estado, en este caso la «forma viviente» del estado humano.
Esta es la razón de que René Guénon se refiera a veces al Sí Mismo como Prajâpati, el «Señor de los seres producidos», producidos de él mismo, de su «Espíritu vivificador» en todos los niveles de la Existencia. Prajâpati expresa la Voluntad del Principio en tanto que «formador del universo manifestado», o sea como Ordenador Supremo, o Gran Arquitecto del Universo, cuyo «cuerpo» intangible es la Armonía universal, o Alma del Mundo, una manera de denominar el Dharma, la «Ley Cósmica». Por este motivo a Prajâpati también se le conoce como el «Ordenador interno», expresión muy significativa para quien está en el camino del Conocimiento.
El Dharma es la conformidad a nuestra naturaleza esencial, a ese «yo mismo», que es supraindividual. En la medida en que esto sea así se estará en armonía con el conjunto del medio terrestre y cósmico. Todo lo que no está en conformidad con nuestro «sí mismo» supraindividual tampoco lo estará con el Dharma, y por tanto aquel desarrollo de nuestras potencialidades latentes seguirá siendo solo «virtual».
Si se nos permite la expresión, ese desequilibrio es el que «corrige» la Iniciación a lo sagrado, que no es otra cosa que un «despertar» a lo real que hay en el movimiento constante de la «rueda del mundo», y no hay nada más real que el Espíritu y sus emanaciones, es decir las ideas y principios que lo revelan. La iniciación a lo sagrado como el «Arte de lo Real»: el Arte Real, término que define en realidad a toda vía de Conocimiento que toma a la Cosmogonía como el soporte de su realización metafísica.
Ya sabemos que en relación con el estado humano y el ciclo temporal en que este se desarrolla, el Manvantara, Prajâpati se manifiesta como Manú, el cual da a ese ciclo su propia ley, su dharma, es decir los principios que deberán regirlo desde su comienzo hasta su fin. Manú es así el prototipo del hombre (mânava), pero considerado como un «ser pensante» cuya conciencia individual (ahankâra) refleja la Inteligencia Universal, que es el propio Manú, como manifestación de Prajâpati. Estamos hablando del principio del que emanan nuestras facultades cognoscitivas y mentales (manas), incluida la memoria, que como decía Platón, y Federico González recoge en su Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, es la
disposición del alma capaz de conservar la verdad que hay en ella.
En la medida en que el «pensamiento» del hombre refleja la luz o el rayo (buddhi) del Intelecto divino se encontrará más cercano a Manú, su verdadero ancestro y «progenitor espiritual». Y en la medida en que, al contrario, ese pensamiento se aleje de esa luz suprasensible el hombre se «encerrará» cada vez más en sus limitaciones individuales y egocéntricas, con lo que el conocimiento de otros estados más sutiles y superiores le estará vedado hasta que «despierte» a ese hecho, que ocurre en lo secreto y más íntimo de su ser. En otras palabras, cerrándose a las influencias superiores el ser humano no cumplirá con su destino (alejándose así de la influencia de la Providencia divina), que no es otro que acceder a su origen suprahumano y supracósmico, un destino que, como se afirma también en aquellas cosmogonías mesoamericanas, ha sido introducido por Tonacatecuhtli en el vientre materno durante la concepción.
Acerca de ese destino, y su «despertar» en la conciencia recogemos nuevamente las palabras de Federico González en su Diccionario al definir el destino como:
Un don que se hace en ciertos hombres, que tienen necesidad de él y que fijan la voluntad en la prosecución de su camino.
[13] Ver René Guénon: El Rey del Mundo, cap. II, e Introducción General al Estudio de las Doctrinas hindúes, cap. V.
[14] En la antigua lengua egipcia, Menes, el fundador legendario de las dinastías, significa «el que perdura», «el que permanece», «el que queda». Precisamente estos atributos son también los de Manú. Recordemos igualmente al dios germánico Mannus, «hombre», considerado como el padre de todos los seres humanos, y cuyos atributos eran precisamente la justicia y la rectitud.
[15] Guénon nos recuerda que la raíz dhri, de la que deriva dharma, significa «llevar, soportar, sostener, mantener; se trata entonces propiamente de un principio de conservación de los seres, y en consecuencia de estabilidad». Y acerca de las vinculaciones del dharma con el polo, afirma más adelante: «En este sentido es importante señalar que la raíz dhri es casi idéntica, tanto en la forma como en el sentido, a otra raíz dhru, de la cual deriva la palabra dhruva, que designa el ‘polo’; efectivamente, es a la idea de ‘polo’ o de ‘eje’ del mundo manifestado que conviene referirse si se quiere comprender verdaderamente la noción de dharma: es lo que permanece invariable en el centro de las revoluciones de todas las cosas, y que regula el curso del cambio sin participar de él». («Dharma», incluido en Estudios sobre el Hinduismo).
[16] Un texto hindú compara la existencia de un hombre sin tradición a la de las bestias, y quizás por ello el hombre moderno, que es un hombre sin tradición, cree que sus antepasados eran esos antropoides simiescos inventados por el «evolucionismo», es decir que su origen es infrahumano, en contra de la opinión unánime expresada por todas las tradiciones, para quienes ese origen es suprahumano, entendiendo por suprahumano el mundo espiritual.