CAPÍTULO
IV
La Tradición primigenia se manifiesta con toda su plenitud en el origen mismo del Manvantara, y su ocultamiento (que no desaparición) se va produciendo paulatinamente a lo largo del desarrollo cíclico, el cual supone, por definición, un alejamiento cada vez más acentuado de dicho origen. Esta es la razón de que, desde el punto de vista tradicional, ese desarrollo se tome no como una evolución o un «progreso», como lo considera la ciencia moderna en general, sino como una involución o un «retroceso», como un gradual «descenso» en la materialidad y la solidificación, que afecta no sólo al ser humano, sino al conjunto de la naturaleza y del cosmos. Utilizando una vez más el símbolo del círculo, podríamos decir que ese desarrollo cíclico va del centro a la periferia, del origen a lo más alejado de éste. El mismo símbolo, con la cruz inscrita en su interior, nos ofrece una imagen perfecta de los cuatro periodos en que se fragmenta el Manvantara, y en general cualquier ciclo, que siempre tiene una estructura cuaternaria, como ya hemos tenido ocasión de ver. En el caso del Manvantara, cada una de esas partes se corresponde con cada uno de sus cuatro periodos o edades, que la tradición hindú denomina yugas. Sus nombres son Krita-yuga, Trêtâ-yuga, Dwâpara-yuga y por último Kali-yuga.
Estas edades se corresponden con las que la tradición greco-romana denominó la «Edad de Oro», la «Edad de Plata», la «Edad de Bronce» y la «Edad de Hierro», respectivamente. Cada edad constituye un ciclo dentro del gran ciclo del Manvantara, pero sus duraciones varían de unas a otras. Esto se debe a que el tiempo en cada una de esas edades posee una cualidad propia y no transcurre siempre a la misma velocidad por el hecho de que no es uniforme, como ya apuntamos. Esa cualidad influye y determina el carácter de la historia humana, es decir de los acontecimientos que se producen en un periodo dado de esa misma historia, los que a su vez reflejarán un orden de cosas más elevadas, sutiles y en armonía con las verdades esenciales (es decir que son más cualitativos), cuanto más cercana esa época esté del origen, todo lo contrario de lo que ocurre en una época ya no tan próxima a él, como por ejemplo es la nuestra, que por ello mismo está sumida en el «reino de la cantidad» y de lo superficial.
A propósito de esto, René Guénon en el capítulo V de El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos se pregunta si no habrá «en la determinación cualitativa de los acontecimientos algún elemento originado por el propio tiempo». Estas palabras nos llevan de nuevo a considerar la idea del tiempo como un ser vivo que es inseparable del espacio (pues, como recordaba antes Federico González, «el movimiento es la proyección espacial del tiempo»), gracias al cual puede desplegar las posibilidades de manifestación que porta en sí, en su ser.
Por eso, ese «elemento originado por el tiempo» y que determina los acontecimientos, y la naturaleza de los mismos, nace como consecuencia de los movimientos de los cuerpos astrales en el espacio cósmico, como mensajeros que son del Ser del tiempo, de su memoria arquetípica, que se expresa y actualiza perennemente gracias a esos movimientos y a las interrelaciones que entre ellos generan (que incluyen sus distintas posiciones y distancias), como muy bien atestigua la ciencia simbólica de la astrología-astronomía.[17] Pero, además, y para tener una imagen lo más completa posible de este hecho asombroso que permite entrever el «mecanismo sutil» del Alma del Mundo, hemos de añadir que en la recurrencia de la Rueda cósmica se producen coyunturas históricas que son análogas entre sí, pero no iguales, ya que no hay nada que se repita dos veces en la Manifestación Universal. Aquí interviene otro factor esencial relacionado con la cualidad del momento o época al que pertenezcan esas coyunturas dentro de cada uno de los ciclos (y subciclos) que componen el Manvantara. Al decir que son análogas damos a entender que en ese movimiento recurrente las posiciones de los astros vuelven a ser las mismas transcurrido un determinado tiempo, y los efectos que esto ejerce sobre el acontecer de la vida de las civilizaciones y de los hombres tienden a ser similares, pero naturalmente no son idénticos, pues es otra la naturaleza, o la cualidad sutil del tiempo que se manifiesta en ese momento. Las «Eras Zodiacales» (que estudiaremos en el capítulo XI), relacionadas con la Precesión de los Equinoccios, serían un ejemplo de lo que estamos diciendo.
En consecuencia cada yuga o edad del Manvantara necesariamente también reflejará esos elementos cualitativos del tiempo, que será percibido por los seres sometidos a su influjo como más amplio y «lentificado» en la primera de esas edades, y progresivamente cada vez más contraído y veloz conforme se va pasando de una edad a otra, o de un yuga a otro, entre los cuales sin embargo no hay «solución de continuidad», o sea que no hay interrupción posible, sino un tránsito o intervalo que la tradición hindú designa con la palabra sandhyâ, «crepúsculo» (derivada de sandhi, punto de contacto o de junción entre dos cosas), o sea entre el atardecer de un ciclo y el amanecer del siguiente, ya que crepúsculo significa tanto la luz que ilumina el cielo después de la puesta de Sol, como antes de su salida. En el primer caso el Sol se ha ocultado pero su luz sigue presente, y en el segundo el astro rey todavía no ha aparecido en el horizonte, pero la luz cada vez más amplia ya lo está anunciando. Por consiguiente, también en este caso existirían analogías y correspondencias entre los momentos «vespertinos» y los «matutinos» de los ciclos, o sea que en cada uno de ellos se manifestarán energías semejantes que teñirán de un color u otro el tiempo vivido en esos «intervalos», en los vespertinos de «caída» y en los matutinos de «elevación», lo cual no deja de estar en relación, a otro nivel, con el acompasamiento rítmico de contracción y expansión de los grandes ciclos cósmicos.
Otra cuestión importante es la de los «momentos medianos en los ciclos»,[18] que es el tiempo que acontece en la mitad de un yuga. Se trata del periodo que coincide con la época de la consumación de las posibilidades que se abrieron al comienzo del mismo, lo cual implica naturalmente el nacimiento de otras posibilidades que, con respecto a las anteriores, suponen un «descenso» más acentuado en la solidificación de dicho yuga, y que afecta naturalmente al conjunto entero del Manvantara, pues no hay que olvidar que es un todo cuyas partes están interrelacionadas entre sí. Esos «momentos medianos» implican por tanto un estado «crítico» dentro del Manvantara, y formarían parte de lo que René Guénon ha denominado las «barreras de la Historia».
Esto sucedía ya hasta en la propia Edad de Oro, o Satya-yuga, que como veremos en el próximo capítulo se divide en dos partes, una «polar» y otra «oriental», división que ocurre hacia la mitad de dicho ciclo, cuya duración es de 26.000 años en números redondos como ya sabemos, o sea una vuelta completa de la Precesión de los Equinoccios. Es en ese «momento mediano» cuando se produce la separación del «andrógino primordial» en Adán y Eva, cuyo hábitat paradisíaco se situará a partir de entonces al Oriente del mundo, tal y como se dice expresamente en el Génesis. La separación del andrógino Adán-Eva no supone desde luego la salida del estado edénico, pero sí un relativo «alejamiento» del centro original (que es polar), lo cual se traduce en una incipiente «dualidad» que naturalmente se reflejará en ciertos acontecimientos ocurridos dentro del Paraíso antes de la «expulsión», por ejemplo distinguiendo expresamente el «Árbol de la Vida» y el «Árbol de la Ciencia», con la posterior «prohibición» de no comer de los frutos de este último, entre otras cuestiones que el propio Génesis describe de manera muy sintética y muy reveladora.
Otro «momento mediano» tiene lugar hacia la mitad de la Edad de Bronce, o Dwâpara-yuga, que coincide con ese cataclismo geológico que fue el Diluvio universal, ocurrido en torno al año 10000 a. C. En ese «momento mediano» se vivió la desaparición de la Atlántida, y por tanto de la gran civilización que se desarrolló en aquella isla-continente. Y por poner un último ejemplo tenemos el «momento mediano» que aconteció hacia la mitad del Kali-yuga con la desaparición de la «raza de los héroes» como la denomina Hesíodo, que comienza precisamente con el inicio del cuarto yuga del Manvantara. Ese momento coincide con la guerra de Troya, hacia el año 1240 a. C. Allí, ante las murallas de Troya, desaparecieron los últimos representantes del «ciclo heroico», que supuso un intento de recuperar el espíritu de la humanidad primordial. Este ciclo coincide con la época de los Patriarcas de Israel, o con las dinastías faraónicas que fundaron la gran civilización egipcia, y en general con todas aquellas civilizaciones que surgieron al comienzo del Kali-yuga y que podemos considerar herederas de las tradiciones antediluvianas, tanto las que pertenecieron a la corriente atlante como a la corriente hiperbórea.
Centrándonos en las cuatro edades del Manvantara, estas se suceden según la proporción de los números 4-3-2-1, es decir de mayor a menor, que es la misma de la tetraktys pitagórica: 1-2-3-4 (cuya suma da 10, número de la «totalidad»), pero en sentido inverso. Esto explica la estrecha relación que existe entre el cuaternario y el denario, de tal forma que en el primero está ya incluido el segundo, es decir que el denario representa el desarrollo completo de todas las posibilidades comprendidas en el cuaternario a lo largo del tiempo y del espacio. Como el 10, el número 4 expresa la idea de totalidad, y corresponde a la primera de esas edades, el Krita-yuga (o Satya-yuga), cuya duración se estima en 25.920 años, lo cual supone un ciclo completo de la Precesión de los Equinoccios (12 x 2.160). La segunda edad, el Trêtâ-yuga, representada por el número 3, implica un acortamiento de esa duración,[19] pues la Precesión ha sido recorrida en sus tres cuartas partes, lo que traducido en años da 19.440 (= 9 x 2.160). La duración de la tercera edad, el Dwâpara-yuga, representada por el número 2, es exactamente la mitad de la Precesión de los Equinoccios, es decir de 12.960 años (= 6 x 2.160). Y por último, la duración de la cuarta edad, el Kali-yuga, equivalente al número 1, es tan sólo de 1/4 de la Precesión, esto es de 6.480 años (= 3 x 2.160). La suma de todas esas duraciones da la extensión completa del Manvantara: 64.800.
Así, teniendo en cuenta estas proporciones entre los diferentes yugas, podemos ofrecer a continuación las distintas duraciones en números redondos de cada uno de ellos, desde el inicio del Manvantara hasta el comienzo de nuestra era, o sea hasta el nacimiento de Cristo, aproximadamente:
- Edad de Oro: del 63000 a. C., hasta 37000 a. C.
- Edad de Plata: del 37000 hasta el 17500 a. C.
- Edad de Bronce: del 17500 hasta el 4500 a. C.
- Edad de Hierro: del 4500 a. C. hasta el 2030 d. C.
Pero antes de continuar queremos traer aquí algunas consideraciones que en 1936 René Guénon dirige por carta a Ananda K. Coomaraswamy, acerca precisamente de la naturaleza cualitativa del tiempo (cuestiones que ya había tratado en obras anteriores en esa fecha, pero que desarrollará más ampliamente con posterioridad), y cómo ella determina necesariamente los distintos momentos del desarrollo cíclico. Pensamos que pueden servirnos de introducción a todo cuanto diremos a continuación acerca de las cuatro edades del Manvantara.
En primer lugar, debe entenderse bien que ninguna doctrina tradicional admite la idea de un ‘progreso’ general, a menos que se entienda en el sentido restringido de desarrollo material, porque este último concuerda bastante bien con la marcha misma del ciclo. Por consiguiente, de ninguna manera debe suponerse semejante desarrollo material entre los primeros hombres; lo que todas las tradiciones afirman es que ellos poseían, de una manera espontánea, un estado espiritual que sólo puede lograrse con gran dificultad y excepcionalmente por los hombres actuales. Es necesario remarcar también que los restos descubiertos por los paleontólogos no son forzosamente los de los primeros hombres, sobre todo si éstos vivieron en un continente ya desaparecido. Es posible que haya habido, en épocas lejanas, casos de degeneración, especialmente entre aquellos que escaparon a algún cataclismo; evidentemente aquí los indicios materiales no pueden servirnos para emitir juicio alguno. En todo caso, yo tengo la impresión de que las cavernas prehistóricas han sido más bien santuarios que habitáculos… […] es necesario distinguir netamente dos cosas totalmente distintas: por una parte, lo que se refiere a la marcha misma del ciclo, es decir al sentido de desarrollo de un mundo; por otra, aquello que concierne a los seres manifestados en este mundo, pero que lo franquean sin estar ligados a él esencialmente; el estado de estos seres debe, de una manera general, estar en cada momento en conformidad con las condiciones del mundo considerado, en consecuencia más espiritual al principio y más materializado al final. Se podría decir que, al comienzo, un mundo es apto para proporcionar un campo de manifestación a seres realmente más ‘avanzados’ que aquellos que vendrán posteriormente; no veo que exista ninguna contradicción al respecto. Asimismo, la distinción que estoy haciendo aparece con claridad si, por ejemplo, se considera lo siguiente: cuando se habla de ciclos que anteceden al nuestro (lo cual debe entenderse analógicamente y no en un sentido literalmente temporal), se les representa como estando debajo o detrás de nosotros; cuando se habla de seres precediéndonos en el transcurso de los ciclos, se les representa al contrario forzosamente por encima o delante nuestro; y esto naturalmente se refiere todavía a la oposición de los Dêvas y los Asuras… […] El Krita-Yuga (la Edad de Oro) puede muy bien haber estado «sobre la tierra», pero esto no implica necesariamente que la tierra misma fuese entonces como lo es en la actualidad; se podría asimismo preguntar si no son los cambios de condiciones sobrevenidos en ciertas épocas en el mundo terrestre los que impiden que se puedan encontrar vestigios verdaderamente «primitivos». Y añadiría también que «sobre la tierra» no significa exactamente «sobre esta tierra»; la tradición islámica habla de «siete tierras» manifestadas sucesiva o alternativamente, las cuales son exactamente lo mismo que los siete Dwîpas de la tradición hindú».[20]
[17] Ver de nuevo «El Ser del Tiempo. Simbolismo de los Calendarios», de Federico González.
[18] Acerca de esto ver la serie de excelentes artículos titulados «El Descenso Cíclico», de John Deyme de Villedieu, aparecidos en los Nºs de Symbolos 19-20 y 21-22, y reproducidos en la web https://ciclologia.com.
[19] Esto también se refleja en un paulatino acortamiento de la vida humana, como tendremos ocasión de ver más adelante.
[20] Jean Robin: René Guénon. Témoin de la Tradition (cap. XII).