Hablar de Ulia es hacerlo también de la Bética romana. Ella llegó a ser un importante núcleo íbero-romano desde el siglo III a.C., y su territorio comprendió principalmente los actuales municipios de Fernán-Núñez y La Rambla, ya que en ellos se han encontrado diversas inscripciones lapidarias y otros objetos arqueológicos que hacen referencia a Ulia, si bien el núcleo propiamente urbano de la ciudad ibero-romana se ubicó según todas las fuentes literarias e históricas en la actual Montemayor, que, como su nombre indica, era el monte más alto de la zona con prácticamente 400 metros de altitud sobre el nivel del mar. Dice a este respecto el historiador y arqueólogo cordobés Ambrosio de Morales, cronista de Felipe II, en su obra Las Antigüedades de las Ciudades de España (Madrid 1792):
Deseo yo saber dónde fué Ulia […] en Monte Mayor […] veo tanta multitud de antiguallas, que todo el lugar y sus campos al derredor están llenos de antigüedad Romana, y muestra della; y sobre este fundamento tan firme de entender claro que fué lugar antiguo de Romanos, comienzo á querer averiguar qué lugar fué, y fácilmente me afirmo por muchas razones y conjeturas que era allí Ulia, sin que pudiese ser en otra parte. A todo esto dio principio el ver allí tantas muestras de antigüedad Romana.
Y si alguno quisiere saber en particular que son estas señales y rastros de tiempo de Romanos, entienda que son algunos edificios ó siquiera fundamentos dellos, ó alguna piedra escrita ó labrada, que aunque no tenga letras por solo el talle diga quién la labró. Para todo esto es menester experiencia de haber visto muchos edificios de Romanos, y principalmente juicio con tener en la memoria una representación como imagen, ó idea de la fábrica Romana, por donde en viendo otra que le parezca, se juzga seguramente que es de Romanos. Esto no se puede enseñar mas particularmente con palabras, por ser cosa de juicio confirmado con la experiencia. Haberse hallado y hallarse en aquel lugar muchas monedas Romanas, y alguna estatua ó parte della, son también manifiestas señales de la antigüedad del lugar.
Ambrosio de Morales tuvo que ver mucho edificio y arte romano por toda España para reconocer enseguida (“en la memoria una representación como imagen, ó idea de la fábrica Romana”) que en Montemayor estuvo Ulia, la cual recibiría de Julio César el título de “municipio romano”, indicando así que se trataba ya de un núcleo de población importante, lo que le permitiría, entre otras prerrogativas, mantener un comercio directo con Roma, la capital del Imperio. El municipio de Ulia también estuvo gobernado por un duunviro, dos magistrados colegiados cuyo mandato duraba un año. Asimismo tuvo pontífices y flamines encargados de los cultos sagrados, como lo atestigua la inscripción de la lápida que aparece en la figura 15.
Fig. 15. “Lucio Cornelio Níger, hijo de Lucio, de la tribu Galeria, duumvir, pontífice de los cultos sagrados en el municipio, aquí yace”. “Lucio Calpurnio Danquino, hijo de Lucio, de la tribu Galeria, edil, duumvir, prefecto, aquí yace, que la tierra te sea leve” (100 d.C.). Museo de Ulia.
Debemos decir que los romanos tenían ya desde los tiempos de la República fundamentalmente tres formas de organizar jurídica y urbanísticamente la ciudad de los territorios anexionados: la colonia, la colonia latina y el municipio. La colonia deriva su nombre precisamente de los colonos y ciudadanos de origen romano que la habitaban, y que la habían edificado previamente reproduciendo el modelo de la propia Roma, como si se tratara de una imagen de ella misma, es decir que se seguía el rito de construcción tal cual Rómulo lo instituyó trazando con el arado el surco que marcaba los límites sagrados de la ciudad. Sobre ese fundamento primero podía ir incorporándose la población autóctona, que con el tiempo le era concedida la ciudadanía romana.
La colonia latina, que en principio sólo existía entre las ciudades latinas del Lacio conquistadas por los romanos se expandiría posteriormente por todo el Imperio, y su característica principal, consistía en permitir:
la integración de contingentes de población diferenciados en lo que se refiere a su estatuto jurídico y a su procedencia étnico-cultural; en concreto, la comunidad de una colonia latina podía estar integrada por ciudadanos romanos, que perdían el correspondiente estatuto, por latinos e incluso por la propia aristocracia indígena que se promocionaba con los correspondientes privilegios jurídicos.[37]
El tercero era el municipio (generalmente los antiguos oppidum), que continuaba manteniendo en sus estructuras elementos políticos-administrativos que pertenecían a la cultura anterior:
el modelo del municipio se caracteriza esencialmente por constituir un instrumento de integración tanto de un centro urbano previamente existente como de la comunidad que lo habita; el carácter integrador de la fórmula municipal se materializa en su flexibilidad frente a realidades, especialmente en el orden político-administrativo, de características no romanas (…) Precisamente, esta flexibilidad de adaptación y de integración de realidades diversas explica que el municipio se convierta en el instrumento esencial de la urbanización de Occidente.[38]
Ejemplos de colonia romana era precisamente Córdoba, fundada por colonos patricios, o Tarragona (Tarraco, “obra de los Escipiones”), que acogió a oficiales y soldados romanos; también Écija (Astigi), Martos (Tucci), Osuna (Urso) o Alcaudete (Sosontigi). Por su lado, Itálica sería el ejemplo de colonia latina, aunque posteriormente cambiaría al de colonia. Ulia, como Cabra (Igabrum), Granada (Iliberri), Montoro (Epora), Medina Sidonia (Asido), eran ejemplos de municipio romano, que en la Bética eran más abundantes que la colonia, lo cual viene a corroborar lo que ya hemos dicho acerca de la abundancia de ciudades tartesias y turdetanas antes de la llegada de Roma. Pero en todos los casos la idea medular de la urbs era la de “integrar” la población de origen romano y latino con la autóctona. Este es un dato a tener en cuenta para conocer los ejes de la política que seguía Roma en los territorios conquistados. No una simple absorción, sino integración en una estructura que respetaba las singularidades siempre que éstas no alteraran su armonía interna.
Los privilegios “municipales” otorgados a Ulia lo fueron gracias a la fidelidad mantenida hacia Julio César por sus habitantes en la contienda que en el contexto de la segunda guerra civil éste mantuvo durante años con el linaje de los Pompeyo (Pompeyo el Grande y sus hijos Cneo y Sexto Pompeyo), donde en realidad dos ideas de entender la civilización romana -y en consecuencia su destino- se enfrentaban entre sí.
De esa fidelidad hacia Julio César le viene el título de Ulia Fidentia (“Ulia la Fiel”) conservado siempre por Montemayor, y que se ha ido manifestando en algunos momentos de su historia posterior, como cuando durante la Reconquista fue por un tiempo frontera con el reino nazarí de Granada, permaneciendo fiel a los reyes cristianos y resistiendo las frecuentes razzias de las tropas musulmanas.
Dicha fidelidad expresaba también un rasgo de los primitivos pueblos hispanos (la llamada fides ibérica). Esto explicaría el hecho de que muchos generales romanos (como el propio Julio César sin ir más lejos) tuvieran entre su guardia personal y más fiel a soldados de origen íbero, aunque en realidad estos eran reclutados en cualquier lugar de la península, por lo que tendríamos que hablar más bien de la “fides hispánica”. En el siguiente capítulo volveremos a retomar este tema hablando del pueblo hispano de los várdulos.
Ulia fue adscrita por el propio César a la tribu Galeria (que era una de las 35 tribus romanas), ligada con la dinastía de los Julio-Claudios, y así aparece en la epigrafía funeraria de algunos de sus ciudadanos.
La fidelidad de Ulia a Julio César se prolonga a la dinastía Julio-Claudia a través de Augusto y su sucesor Tiberio, a cuyos númenes respectivos están dedicadas varias de las inscripciones halladas en Montemayor. Además, la propia similitud fonética ente Julia y Ulia ya nos indica una cierta “predestinación” de ambas palabras a estar unidas entre sí de manera indisoluble. Pensamos que estas similitudes fonéticas entre los nombres de lugares, la toponimia, no hay que descartarlas sino que deben ser consideradas un elemento a tener en cuenta en el conocimiento de la Historia.
Un dato relevante para comprender ciertos acontecimientos posteriores, es que Julio César ya estuvo en la península en el 69-68 y el 61-60 a.C. ocupando distintos cargos, entre ellos el de cuestor (juez magistrado) y de pretor (o gobernador) de la Hispania Ulterior (con capital en Corduba Colonia Patricia, y que posteriormente se dividiría en las dos provincias de la Bética y la Lusitania), permitiéndole así tomar un contacto directo con el territorio y los jefes indígenas, todos ellos romanizados, como el gaditano Lucio Cornelio Balbo, del que recibió apoyo en sus empresas político-jurídicas, además de ser posteriormente su consejero en Roma, participando también junto a él en la guerra de las Galias.
Según leemos en el Bellum Hispaniense (La Guerra de Hispania) Julio César había tomado particular afecto a esta provincia de la Ulterior entre todas las demás “y que le hizo en aquel tiempo cuantos beneficios pudo”. Cornelio Balbo es un ejemplo que nos ilustra acerca de las amistades tejidas en Hispania a lo largo de los años por el militar y estadista romano, y que estamos convencidos respondía a intereses que van más allá de la simple “gloria” personal para insertarse en un plan mucho más vasto relacionado con la creación de una entidad política (el Imperio) que había sido incubada en su mente y que de alguna manera Hispania le servía como campo de experimentación, si así pudiera decirse.
Precisamente fue en Gades (Cádiz) donde tuvo una “revelación” en este sentido bastante significativa. Cuenta Suetonio en su Vida de los doce Césares un episodio que deja entrever las profundas y secretas aspiraciones del estadista romano que repercutirían indudablemente en el destino histórico de Occidente, y que por tanto hay que inscribir dentro del simbolismo de la Historia:
Durante su cuestura, obtuvo la España Ulterior [69 a.C.], donde, al visitar las asambleas de esta provincia, para administrar justicia por delegación del pretor, llegando a Cádiz y viendo cerca de un templo de Hércules la estatua de Alejandro Magno, suspiró profundamente como deplorando su inacción; y lamentando no haber realizado todavía nada grande a la edad en que Alejandro había conquistado ya el universo, dimitió inmediatamente de su cargo para regresar a Roma y esperar allí ocasión de grandes cosas. Los augures acrecentaron sus esperanzas, interpretando un sueño que había tenido la noche precedente y que turbaba su espíritu (porque había soñado que violaba a su madre), prometiéndole el imperio del mundo: porque -según ellos- aquella madre que había visto sometida a él, no era otra que la tierra, que es considerada nuestra madre común.
César estuvo dos años como gobernador de la Ulterior, que ocupaba la parte sur y occidental de la península teniendo como límite el río Duero, y durante ese tiempo tuvo ocasión de recorrerla entera reorganizando parte de su territorio de acuerdo al modelo de la civitas romana. Tengamos en cuenta que en tiempos de César, Hispania ya había sido romanizada en gran parte, y se habían construido, o se empezaban a construir, algunas de las grandes vías de comunicación que acabarían articulando territorialmente la península.
Hablamos, por ejemplo, de la Emerita Asturicam (la Vía de la Plata), que enlazaba la ciudad de Itálica con el Noroeste peninsular, pasando por Emerita Augusta (Mérida).[39] Hablamos de la “Vía Heraclea” (en parte empezada a construir por los griegos), que pasó a llamarse la “Vía Augusta”, la cual comunicaba Gades con Roma pasando por las principales ciudades de la Bética y el Levante hasta Tarraco (Tarragona), la capital de la provincia Citerior, pasando por Barcelona y entrando en Francia por Deciana (La Junquera) y conectando allí con la “Vía Domitia”, que es el nombre que en la Galia recibía la “Vía Augusta”.
Una de esas ciudades béticas por donde pasaba esta última era la ya nombrada Obulco (Porcuna), donde César asentó durante un tiempo su campamento, desde el que emprendería las sucesivas operaciones militares contra Pompeyo en la campiña de Córdoba y sobre la propia capital, y que concluirían con la batalla de Munda. En efecto, fue precisamente muy cerca de Ulia, en los denominados “Llanos de Vanda” o Campus Mundensis (enmarcados entre las actuales poblaciones de Montilla (es decir la propia Munda), Montemayor, Nueva Carteya, Castro del Río y Espejo (fig. 16), donde tuvo lugar el jueves 17 de marzo del 45 a.C. la decisiva batalla de Munda.[40] En ella, como ya dijimos, se enfrentarían las legiones de Pompeyo contra las de César, quien combatió dirigiendo sus tropas y obteniendo finalmente una difícil pero importante victoria,[41] ya que con ella se puso punto final a la segunda guerra civil propiciando así la definitiva romanización de toda la península ibérica, romanización que fue culminada años después por Octavio Augusto, el primer emperador y sobrino-nieto de Julio César.
Fig. 16. “La Batalla de Munda” de Adolfo Schulten, publicado en el Boletín de la Real Academia de Córdoba en 1924. Basado en las investigaciones llevadas a cabo sobre el terreno por el coronel Stoffel en su libro Histoire de Jules César, París 1887.
En este punto, precisamente, debemos recoger una leyenda transmitida por diversos historiadores romanos (Suetonio, Dión Casio y Plinio el Viejo) que liga en cierto modo la batalla de Munda al destino de Julio César y su sobrino nieto. Nos estamos refiriendo a la palmera que los soldados del propio Julio César encontraron tras la batalla de Munda, y de la cual nació un vástago que en poco tiempo se hizo tan grande o más que aquella, en clara alusión al Imperio que igualmente nacería pocos años después de la batalla de Munda y como una herencia y una misión a cumplir por el futuro emperador. César mismo era esa palmera (pues él tuvo la idea del Imperio), árbol sagrado en muchas culturas, y que en Roma tenía un significado ligado con el poder, la fecundidad y el buen augurio. Plinio el Viejo habla no ya de palmeras vegetales sino de palmeras minerales, encontradas:
En los alrededores de Munda, en Hispania, donde César nombrado dictador venció a Pompeyo, se encuentran piedras en forma de ramas de palmera, que conservan esa forma por muchas veces que las rompas. (Historia Natural, XXXVI, 134).
Con esa expresión, “que conservan esa forma por muchas veces que las rompas”, Plinio da a entender la perdurabilidad del Imperio, su aeternitas (una diosa entre los romanos), encarnada en este caso en la palmera. Esas piedras son llamadas “andalucitas”, y en algunas de ellas aparecen cruces cuyos radios tienen efectivamente la forma de ramas de palma (fig. 17).
Fig. 17. Piedra andalucita.
El relato de Plinio recubre una verdad histórica, o sea que ha de leerse de manera simbólica, pues nos ilustran acerca de realidades que competen a la vida espiritual de una civilización, a las tendencias profundas que la estimulan y que conforman su fatum, su destino.
El empleo de la iconografía simbólica (lo hemos visto hablando de las monedas) es esencial a este respecto, pues los símbolos son expresiones de las ideas y los arquetipos con que una cultura manifiesta su visión y su concepción del mundo, y por lo tanto la manera en que la podemos conocer en sí misma, sin “interpretarla” con nuestra mentalidad actual, que más bien ha de ser “reformada” para acercarse a esa otra forma de ver y de conocer la realidad de las culturas y civilizaciones tradicionales. Como dice Federico González el estudioso de la simbólica, a diferencia del historiador de las religiones,
no toma en consideración, sino en forma secundaria, las condiciones históricas donde se produce el símbolo, destacando por el contrario valores no históricos, es decir esenciales y arquetípicos. Pero sobre todo lo que diferencia al simbólogo y al historiador de las religiones es la actitud con que enfrentan el conocimiento. Efectivamente, el simbólogo no sólo toma a los símbolos, mitos o ritos como objetos estáticos –que tienen una historia– sino también como sujetos dinámicos siempre presentes, que se están manifestando ahora. O sea, como capaces de cumplir una función mediadora entre lo que expresan en el orden sensible y la energía invisible –la idea– que los ha generado. (…) Razón por la que el simbólogo prefiere tomar al símbolo en sí –sin descuidar su contexto–, en cuanto éste no es sólo un objeto comparable a otro objeto, sino que además es considerado como sujeto de una realidad siempre existente que lo ha plasmado, a la que expresa de manera directa. La idea que manifiesta y a la vez oculta el símbolo es lo que a la Simbología le interesa. (El Simbolismo Precolombino. Cosmovisión de las Culturas Arcaicas, cap. II).
Bajo esta misma perspectiva podemos hablar de la fecha en que tuvo lugar la batalla de Munda, el 17 de marzo, que era un día importante dentro del calendario romano, y teniendo en cuenta lo que en ella se iba a librar estamos convencidos que no fue elegida por casualidad ni por César ni por Pompeyo. En ese día se celebraba la fiesta de las Liberalia, en honor de Líber-Pater, o Líber-Baco, el antiguo dios romano de las cosechas y del vino, y por ello mismo vinculado con Dionisos, de ahí que a esta fiesta se la comparara con las “Grandes Dionisíacas” griegas (figs. 18-19).
Fig. 18. Baco-Dionisos. Museo de Ulia.
Montemayor.
Fig. 19. Máscara teatral de Baco.
Las Liberaria, la fiesta de la libertad, enmarcó efectivamente el día en que Julio César libró su última batalla, pero asimismo fue la fecha que, un año después (el 44 a.C.), el destino quiso que también fuese la de sus funerales, y por consiguiente la de la liberación de sus lazos terrestres.[42] Como sabemos Julio César fue asesinado el 15 de marzo (en los “idus de marzo”, mes consagrado al dios Marte) y sus funerales se celebraron dos días después, en las Liberaria del 17 de marzo. En Las Metamorfosis Ovidio canta así a Líber-Baco:
“Llega Líber y los campos se agitan con los festivos alaridos: la multitud se precipita, y las madres y nueras mezcladas con los hombres y el pueblo y los nobles son empujados a los desconocidos sacrificios” (III, 525-530).
“…y además los múltiples nombres que tienes tu, Líber, por los pueblos griegos; pues tu juventud no se consume. Tú eres eternamente niño, tú eres contemplado como el más hermoso en el elevado cielo; cuando te yergues sin tus cuernos, tu cabeza es virginal; por ti ha sido vencido el Oriente hasta donde la India, de color alterado, es bañada por el Ganges en el confín del mundo” (IV, 15-25).
Tras la batalla de Munda, César estuvo todavía cinco meses más en la Bética (hasta finales de Agosto del 45 a.C.) promoviendo en su territorio el modelo integrador de la civitas romana, modelo sustentado como hemos dicho anteriormente en la creación de municipios a partir de poblaciones preexistentes en ellos, o bien creadas nuevas, como las colonias, modelos ambos que ya había empleado en Sicilia y la Galia Narbonense.
Las gestiones llevadas a cabo por César en territorio hispano trajeron consigo la transformación total de las estructuras sociales, económicas y políticas prerromanas, y, por otra, una progresiva implantación de las estructuras romanas a todos los niveles. Fue el primero en emprender un programa político y administrativo fundamentado en la integración jurídica al tener en consideración los intereses económicos y políticos de las provincias (…) En relación con la estructura social con la que contaba la Hispania Ulterior en aquel momento, el alto grado de romanización de la zona había permitido que esta provincia contase con una estructura social muy similar a la presente en Roma aunque, eso sí, caracterizada por ciertos matices propios de la península ibérica. (Miguel Ángel Novillo López: César y Pompeyo en Hispania).
Una cuestión que nos gustaría señalar es que muchas de esas ciudades y municipios llevaban sobrenombres o epítetos relacionados con la línea genealógica, divina, mítica y humana de la gens Julia -a la que pertenecía Julio César-, o bien con las propias divinidades del panteón romano. Es el caso de Callense Aeneanici (Morón de la Frontera), que alude al nombre de Eneas, cuyo padre Iulio es el fundador mítico de la gens Julia; Nabrissa Venerea (Lebrija), en alusión a Venus, diosa de donde descendían los Julia, etc.[43] También había sobrenombres relacionados con las propias divinidades, como Júpiter: Latonium (Ossigi), en referencia a Latona, madre de Júpiter y Apolo; Marte: Ugiense Martienses (Jerez de los Caballeros), o Sacidi Martialis (El Carpio); Urgavo Alba (Arjona), en alusión a Alba Longa fundada por el hijo de Eneas, Ascanio, etc., todos ellos en la Bética.
Mediante estos sobrenombres había una voluntad consciente de transmitir a esos lugares, y a su territorio, la energía-fuerza del numen, o del héroe mítico inherente a la línea genealógica, en este caso la de la gens Julia. Este es un hecho que merece ser tenido en cuenta dada la importancia que los antiguos romanos (como otros tantos pueblos y culturas tradicionales) otorgaban al rito de consagración del lugar mediante el influjo espiritual contenido en el nombre de la deidad, que devenía así la divinidad tutelar o protectora de la misma.
A este respecto nosotros nos preguntamos si la denominación del epíteto Fidentia otorgado a Ulia por Julio César no estará en realidad aludiendo a Fides (“Fe”, “Lealtad”, “Confianza”), una de las entidades romanas hija de Saturno y la Virtud, que formaba parte de ese elenco de cualidades que emanan de los distintos aspectos de las divinidades veneradas, y que ya Virgilio enumera en La Eneida, entre las cuales se encuentran la propia virtus (el coraje que viene del espíritu), la concordia, la clemencia, la equidad, la dignidad, la firmeza, la justicia, la honestidad, la auctoritas, el mos maiorum (el respeto debido a la memoria de los antepasados), etc. La propia Fides, el respeto hacia la palabra dada, era una de las virtudes más alabadas entre los romanos, sustento de la República y del Estado y de las personas entre sí (ver figs. 20-21-22).
Fig. 20. La Concordia portando el caduceo de Mercurio y la cornucopia de la diosa Fortuna. Áureo imperial.
Fig. 21. La Clemencia. Áureo imperial.
Fig. 22. “Fides Exercitum”. Denario republicano.
La fides mostrada por los habitantes de Ulia hacia Julio César es una cuestión que ha sido considerada por diversos historiadores sin llegar a determinar con claridad el motivo que hizo nacer en ellos esa lealtad. Seguramente hubo en un momento dado una alianza previa entre los ulienses y el propio general romano muy parecida a ese sacramentum fidelitatis que fue muy común en la Europa feudal, y que bajo otros nombres existió siempre en todas las sociedades antiguas entre el rey, jefe o señor, y su pueblo. Estamos convencidos que fue esa fidelidad la que en realidad llevó a muchos ulienses a participar activamente junto a Julio César en la batalla de Munda, como las crónicas atestiguan.
En ocasiones el destino de los pueblos y los cambios de civilización pivotan en torno a acontecimientos muy concretos, donde concluyen, dentro de una misma civilización como es el caso, períodos históricos propiciando la apertura de otros que traen consigo nuevas ideas y perspectivas desde las que mantenerla viva. Se renuevan sus estructuras religiosas y sagradas, y el pensamiento que deriva de ellas, y de las que nace su filosofía, que es la expresión de ese pensamiento formulado mediante conceptos “que desembocan en una idea de la vida, el mundo y el hombre, en una cosmovisión, una cosmogonía”,[44] y todo ello al ritmo de los ciclos cósmicos, que siempre están entreverados y en correspondencia con los ciclos humanos. A esa renovación de la civilización romana condujo la victoria de Julio César en la batalla de Munda, en la Campiña cordobesa.
Como decimos allí se zanjó definitivamente la segunda guerra civil protagonizada por César y los Pompeyo, una guerra que tuvo varios frentes, no sólo en Hispania sino también en Italia, Grecia (la batalla de Farsalia) y Egipto, expresando a su manera la decadencia y agotamiento de la República romana en tanto que una fórmula de gobierno que duró nada menos que cinco siglos. Precisamente, fue tras la batalla de Munda, y ya prácticamente pacificadas Iberia y la Galia, cuando Julio César regresando definitivamente a Roma emprendería las reformas que llevarían años más tarde a la constitución del Imperio, ya bajo su sobrino-nieto César Augusto.
[37] Roma y la urbanización de Occidente, de Cristóbal González Román.
[38] Ibíd.
[39] La Vía de la Plata se trazó sobre la vía que comunicaba Tartesos con ese mismo noroeste, tal y como señalamos en el capítulo I.
[40] La batalla de Munda tuvo seguramente varios escenarios teniendo en cuenta el grueso de los ejércitos de César y Pompeyo. Uno de esos escenarios posibles fue en las cercanías del “cerro de la atalaya”, al sur de Écija. Esto ha hecho creer erróneamente a algunos que fue aquí donde estuvo el núcleo principal de la famosa batalla.
[41] El mismo César dejó escrito que: “En Farsalia pugnaba por la victoria, en Munda por mi vida”. En la batalla de Munda, César contó con el apoyo de dos importantes miembros de la nobleza romana de antigua raigambre patricia, como Quinto Fabius Maximus, general de la Hispania Citerior, y de Quinto Pedio, que era sobrino del propio César, y general de la Hispania Ulterior.
[42] Es inevitable evocar aquí las palabras de Walter Otto en su libro Los Dioses de Grecia, que hemos recogido del Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, de Federico González Frías: “También los muertos se reúnen alrededor de Dioniso, vienen con él en la primavera, cuando trae las flores”.
[43] Esta puede ser la razón -además de otros vínculos que se nos escapan pero que tal vez tengan que ver con la idea de protección de su linaje humano-, de por qué en Farsalia y en Munda la palabra de orden entre los soldados de Julio César antes de entrar en combate era el nombre de la diosa Venus. Como consecuencia de una promesa que había formulado el día antes de la batalla de Farsalia (el 25 de septiembre del año 46 a.C.), César le construye un templo en su honor. Bajo César Augusto esta diosa continuó siendo proclamada la “madre de los Césares”.
[44] Federico González: El Simbolismo Precolombino. Cosmovisión de las Culturas Arcaicas, cap. XIII.
DL: CO 2050-2016. Diputación de Córdoba. Montemayor 2016.