Capítulo I
I
Ulia era el nombre de la ciudad íbero-turdetana, y posteriormente romana, que estuvo asentada en lo que hoy día es el municipio de Montemayor, y con ese nombre, Ulia, figura en las monedas de su ceca, la cual data del siglo II a.C. Estas monedas son ya de por sí todo un documento histórico que nos señala un período donde la cultura íbera (en este caso íbero-turdetana) convivió con la República romana, que ya desde finales del siglo III a.C. había penetrado en la península con motivo de la guerra contra Cartago (la Segunda Guerra Púnica, que se inicia precisamente en suelo hispano, en Sagunto), lo que propiciaría la paulatina romanización de la península una vez fue vencida la potencia cartaginesa.
De hecho, antes de esa romanización Ulia ya era un importante oppidum, término que indicaba entre los pueblos prerromanos un lugar urbano elevado y casi siempre fortificado. En la Turdetania abundaban estos oppidum (en torno a doscientos), que constituían el centro de un territorio o comarca más amplia. Por lo general estaban gobernados por un rey, lo que indica que nos encontramos ante sociedades indígenas perfectamente estructuradas y jerarquizadas, a las que el concepto de “ciudad” y en consecuencia de “civilización” les era inherente. Como señala Julio Caro Baroja recordando al historiador Polibio y a Cicerón:
El nombramiento del rex y la constitución del regnum se llevan a cabo en el mismo momento en que se constituyen los estados, al organizarse la civitas y el populus.
Y seguidamente estas otras palabras que evocan a Platón:
la “realeza” propiamente dicha no puede surgir más que (…) con el desarrollo de las ideas del Bien, de la Justicia y de sus contrarias.[7]
Precisamente, el término turdetano Ulia significa “monte”, lo cual no es contradictorio con el hecho de que algunos la hagan derivar de un rey turdetano llamado Ulo, en el sentido de que en la concepción de las sociedades arcaicas y tradicionales los reyes y jefes eran identificados con la idea misma de eje y de estabilidad, conceptos ambos que podemos atribuir también al monte, o la montaña, o incluso a la pirámide y a los túmulos funerarios en general.
En el anverso de muchas de esas monedas aparece con frecuencia el busto de una divinidad femenina de la tierra (frente a la cual hay una espiga de trigo y un creciente lunar que parece contener a la figura), análoga a la Ceres romana o a la Deméter griega, y en su reverso la palabra Ulia (fig. 1), enmarcada por ramas de olivo, o de vid, frutos que, junto con el trigo, dan su fisonomía y carácter a estas tierras, famosas desde antiguo por su fecundidad.
Fig.1. As de Ulia. Museo de Ulia.
Sabemos pues por las monedas de Ulia, que sus campos sobresalían desde lo antiguo en cosechas de aceite, trigo, y acaso palmas, según los símbolos con que se mostraba agradecida a sus Dioses, Sol, y Luna, de quienes juzgaban proceder la salud, y fertilidad del territorio. (Enrique Flórez: Medallas de las colonias, municipios y pueblos antiguos de España. Parte 2).
Estas monedas guardan estrecha relación, en cuanto a su contenido, con las que fueron acuñadas en Obulco (fig. 2), en Carmo (fig. 3), y en Cárbula, respectivamente Porcuna, Carmona y Almodóvar del Río. Es decir en una región cuyas divinidades telúricas armonizaban con sus correspondientes divinidades astrales, conformando su geografía sutil, el paisaje de su alma.[8]
Fig. 2. As de Obulco.
Fig. 3. As de Carmo.
El olivo, el trigo y la vid son frutos ligados con la luz y el sol, sobreabundantes en la tierra andaluza, donde el culto a Dionisos, el dios de la embriaguez, del furor báquico y la fecundidad, encontraba su punto de equilibrio en el culto a Apolo, el dios de la luz inteligible, vinculado por tanto con la geometría, el arte y la belleza, y del que han aparecido monedas con su efigie o sus símbolos característicos (como la lira de siete cuerdas) tanto en Obulco como en Cárbula (fig. 4) y otros lugares de la misma región. La síntesis entre estas dos deidades que ejemplifican la sacralidad de las energías de la tierra y del cielo era uno de los logros más altos a los que aspiraban los iniciados en los Antiguos Misterios, tal cual se ponía de manifiesto en los ritos que se practicaban en todo el mundo mediterráneo desde los tiempos de la Grecia arcaica hasta Roma y el helenismo alejandrino, en cuyo caldo de cultivo intelectual, científico y mágico-teúrgico nació la Tradición Hermética.
Fig. 4. As de Cárbula. En el anverso Apolo y en el reverso la Lira.
Cabe señalar de nuevo que todas las piezas del Museo de Ulia han sido halladas en la misma villa de Montemayor y zonas de los alrededores. En realidad, toda la campiña cordobesa (y por extensión la propia provincia de Córdoba, incluida naturalmente su capital, que lo fue también de la Bética bajo el nombre de “Corduba Colonia Patricia”) es un gran yacimiento arqueológico, y no sólo de la época romana sino también de todas las culturas que allí florecieron, como la tartesia y su heredera la turdetana, que coexistieron con las colonizaciones griegas, fenicias, púnicas y romanas.[9]
Tengamos en cuenta que Roma al llegar a sur de la península se encontró con un conjunto de ciudades y reinos que tenían un alto nivel de civilización por haber pertenecido al antiguo reino de Tartesos. La Monarquía tartésica había creado una auténtica civilización gobernada por reyes de origen mítico y divino, si bien también ella se adentra en los tiempos históricos.
Por eso mismo no es de extrañar que en muchas de las ciudades turdetanas (como Ulia, Obulco, Carmo, Urso, Astigui, Cástulo, la propia Córdoba, etc.) la resistencia a la dominación de Roma no fuera tan enérgica como en otros lugares de la península (en los que habitaban los celtas y los celtíberos), y que se aceptara rápidamente la concepción civilizadora del Imperio cuando éste comenzó a ponerse en práctica. Hablando de la monarquía tartésica y su influencia en la Turdetania, el arqueólogo e historiador catalán Juan Maluquer de Motes al final de su interesante libro Tartessos. La Ciudad sin Historia, señala lo siguiente:
Monarquía y Estado se identifican y será necesaria toda una larga etapa de guerras para que los romanos puedan imponer su propio concepto sólo aceptado a medias, hasta que la nueva fórmula romana de Imperio vuelve a revitalizar unas concepciones ancestrales. La rápida aceptación de la fórmula imperial romana en Hispania constituye la mejor prueba del arraigo del concepto de realeza y soberanía que conservaban las poblaciones andaluzas. (…) El concepto estatal de la monarquía parece manifiestamente más fuerte en el área turdetana que en la ibérica. En esta última es muy probable que, gracias a la contaminación celtíbera, el concepto de monarquía fuera más parecido al caudillaje de tribu que a monarquía estatal. Ciertamente en esa área la evolución urbana había sido mucho más lenta y de un tipo distinto de las tierras bajas. La cultura material turdetana será el eco más puro de la civilización tartésica. Estrabón lo atestigua al considerarlos como el pueblo más culto de toda Iberia...
Concretamente, esto lo dice Estrabón en su obra Geografía, cuyo III libro está dedicado enteramente a Iberia. Estrabón concluye así:
…pues no solo tienen escritura sino que, según dicen por antigua memoria, tienen libros y poemas y leyes versificadas de seis mil años. (III, 1-6).
Es decir que Tartesos no sólo conocía la escritura, y por lo tanto tenía un alfabeto, sino que esta fue un medio de transmisión de conocimientos sobre su concepción del mundo y los mitos creacionales que la sustentaban.[10] Por otro lado, la tradición que recoge el geógrafo griego (él mismo indica que esos textos tratan de “epopeyas históricas en honor de los antepasados”) es muy reveladora, pues confirmaría las conclusiones de ciertos investigadores (entre otros el alemán Adolf Schulten, quien a principios del siglo XX recuperó para la arqueología el interés por Tartesos) al asegurar que esta civilización fue en realidad una colonia atlante, como varias de las que se levantaron en distintos lugares del Occidente europeo, norte de África y Cercano Oriente,[11] debido a la expansión que la civilización de la Atlántida emprendió en un momento determinado de su ciclo de existencia milenios antes de desaparecer sumergida por las aguas del Océano que lleva su mismo nombre. El propio Maluquer de Motes deja entrever ese origen atlante de Tartesos cuando nos recuerda que de la sangre que brota de Gerión al ser herido por las flechas de Hércules nació un árbol que daba un fruto rojo sin hueso (seguramente el madroño) en la época en que aparecen las Pléyades, las cuales eran llamadas las “Atlántidas” por ser las hijas de Atlas. Como sabemos, en el contexto del mito la lucha contra Gerión representaba el décimo trabajo del héroe griego en su intento por conseguir alcanzar el Jardín de las Hespérides (situado en el extremo Occidente), y robar sus manzanas de oro.
Esa expansión de la Atlántida se llevó a cabo también en dirección a América, y este es un dato significativo a retener, pues su “descubrimiento” por Cristóbal Colón supuso el “encuentro” de dos culturas, la precolombina y la hispana (o europea), que tenían a esa lejana civilización entre sus orígenes. Precisamente, el nombre de la capital atlante, Tula, la podemos encontrar también en ciertos lugares de Mesoamérica, y desde luego en la raíz tl de la ciudad española de Toledo.[12]
Al hilo de esto último queremos señalar que Tartesos fue para los pueblos navegantes del Mediterráneo un paso necesario para arribar a las costas atlánticas de África y de Europa, incluidas las islas de Albión (Inglaterra) y de Hibernia (Irlanda), a la que Avieno denomina la Isla Sagrada, la que se encontraba en el paso hacia la mítica Tule (o Tula) hiperbórea, que Homero sitúa “allende Ogigia” (la isla atlántica donde fue retenido Ulises por la ninfa Calipso), y de la cual la Tula atlante (y todas las que derivaron de ella) sería su heredera en otro momento del ciclo actual. La propia Tartesos mantenía relaciones comerciales con la Bretaña francesa, Hibernia y Albión, y ya sabemos que entre los pueblos antiguos el comercio (auspiciado por el dios Hermes, o sus equivalentes en otras civilizaciones) traía siempre consigo un intercambio cultural. Los pueblos antiguos se comunicaban entre sí más de lo que se piensa habitualmente.
Podríamos hablar de una “geopolítica simbólica” para referirnos a la ubicación geográfica de Tartesos y a su papel de “intermediaria” entre el mundo mediterráneo (donde estaban los centros sapienciales más importantes de la época) y el mundo atlántico, un papel que le corresponderá muchos siglos después a España (descendiente de Tartesos por razones históricas y geográficas) cuando desde ese mismo lugar del sur peninsular se inició la gran aventura que supuso ir “más allá” del mundo conocido y atravesar definitivamente el “mar Océano” para arribar a un Nuevo Mundo.
El propio Schulten en su Tartessos. Contribución a la historia más antigua de Occidente ya intuyó esa “analogía” entre Tartesos y América cuando comparó el descubrimiento de ésta con lo que representó el descubrimiento de Tartesos para los griegos y los pueblos orientales del Mediterráneo. El mundo para ellos se hizo más amplio, los horizontes geográficos se ensancharon y se abrieron las grandes rutas marítimas que propiciarían el contacto con otras culturas, especialmente de la costa atlántica europea. De alguna manera, una nueva ecúmene se iría gestando a partir de entonces para ir tejiendo poco a poco lo que en su día se llamará Europa, que no olvidemos es el nombre de una princesa fenicia.[13]
II
No podemos por razones obvias abundar en este importante tema, pero sí diremos en lo que se refiere a la lucha entre Gerión y Hércules que ella también está representando un cambio de época, concretamente el paso de la era zodiacal de Tauro (recordemos los toros de Gerión) a la de Aries, un cambio que en efecto se produjo en torno al 2000 a.C. La Tartesos protohistórica pertenece a la era de Tauro, al igual que la civilización cretense, la sumeria o mesopotámica o las primeras dinastías egipcias.[14] Es un ciclo durante el cual la propia civilización de Tartesos está sujeta a la influencia atlante y continental, entendiendo también por continental a la civilización megalítica, que como veremos más adelante estuvo muy presente en casi toda la península hasta el 1500 a.C.
A la dinastía de Gerión le suceden las de Gargoris y su nieto Habis, reyes igualmente civilizadores pero que pertenecen ya a otra época (la era de Aries), aquella en que Tartesos empieza a recibir la influencia de los pueblos del Mediterráneo oriental.[15] Entre estos pueblos están los greco-micénicos, cretenses, chipriotas y fenicios, uno de cuyos héroes, Espan o Hispan (fig. 6) estaba emparentado con Hércules (buscando de esta manera una asimilación con la función civilizadora del héroe heleno), según aparece descrito en la Estoria de España de Alfonso X el Sabio. De Espan derivaría precisamente el nombre de Hispania (fig. 7).
Fig. 6. Moneda de Hispan.
Colección de Federico González Frías.
Fig. 7. Denario romano de Hispania,
que sostiene en su mano una
rama de olivo.
Con esos pueblos da comienzo el período “orientalizante” de Tartesos, que se convierte así en una civilización que concentra dos grandes herencias culturales: la atlántica, como matriz originaria, y posteriormente la que procede del Mediterráneo oriental, entre las que incluimos a Egipto, pues la influencia de esta gran civilización en Tartesos es muy sutil y se manifiesta sobre todo en ciertas formas de su arte. Por ejemplo en el llamado “bronce Carriazo” (Sevilla), donde la figura femenina tiene todos los rasgos de la diosa Isis-Hathor, como sucede también en otras representaciones del mismo estilo encontradas en Cástulo (Jaén) y otros lugares de la geografía tartésica.
Fueron los chipriotas y los colonizadores greco-micénicos y cretenses los que en realidad enseñaron a los tartesios la minería, y concretamente la extracción del cobre, y posteriormente del estaño, muy abundantes en estas tierras. Es sabido que de la aleación de estos dos metales surge el bronce, que se convirtió en un metal muy apreciado para la fabricación de todo tipo de utensilios, desde las armas hasta la joyería y la escultura. Su descubrimiento, hacia el IV milenio a.C, causó una auténtica “revolución cultural” en el Próximo Oriente, hasta el punto que dio nombre a una edad, la del bronce, que sería sustituida posteriormente por la edad del hierro, coincidiendo con la llegada de los indoeuropeos a la cuenca mediterránea.[16]
La aparición de la edad del bronce en el sur de la península se dio precisamente a partir del II milenio coincidiendo con el declive de la cultura megalítica, una cultura que desde el 5500 al 1500 a.C. aproximadamente abarcó no sólo el área del Mediterráneo occidental (comprendiendo las islas Baleares, Cerdeña, Córcega, y teniendo como límite el sur de Italia, Sicilia y Malta, llamada la “isla santuario” por sus extraordinarios templos megalíticos), sino también la Europa atlántica, comprendiendo la península Ibérica, la Galia, las islas Británicas, sur de Escandinavia y norte de Germania.
Algún día quizás nos ocuparemos con más detalle de esta civilización, que se dio particularmente en Europa, pues aunque hay construcciones megalíticas repartidas por todo el mundo, sin embargo fue en la Europa atlántica y occidental donde se daría una unidad cultural que con toda seguridad revela un origen común a todos esos pueblos, y que no dudamos en ubicar en la Atlántida. Se considera que el origen del megalitismo europeo se encuentra en Portugal, concretamente en la región de Évora, en la zona central del país. Es una zona donde existe la mayor concentración de monumentos megalíticos de toda Europa, y los más antiguos ya que algunos de ellos datan del VI milenio a.C., en pleno Neolítico. En este sentido, creemos que no es por casualidad que fuera precisamente en esa parte central de Portugal donde habitaron pueblos de origen antediluviano (atlante) desde la más remota antigüedad, como por ejemplo los “Estrímnides”, los cuales tenían a la serpiente como una de sus principales divinidades, según nos narra Estrabón en su Geografía. Eran por tanto “ofitas”, como lo han sido otros pueblos y distintas gnosis y corrientes sapienciales de la Antigüedad, que consideraban a la serpiente como un símbolo de la Sabiduría.
De Portugal esas construcciones megalíticas se extenderían hacia el norte recorriendo la costa francesa para arribar a las islas Británicas, y hacia el sur por el territorio de Tartesos hasta llegar al Mediterráneo central.[17] En unos pocos cientos de años todas las regiones occidentales del continente europeo participaban de una misma civilización, y se encontraron comunicadas entre sí por una red de sendas y caminos que seguían las corrientes telúricas del magnetismo terrestre y los cursos subterráneos de agua, por donde circulaba la energía fecunda de la vida. Ya fuese en línea recta, o subiendo por escarpados riscos montañosos o formando espirales, por esas sendas y caminos fluía el “espíritu de la Tierra” (la serpiente o dragón ctónica). De tanto en tanto esas sendas eran jalonadas por piedras verticales solitarias (menhires) o formando círculos (crómlechs) que señalaban un punto neurálgico donde se manifestaba la presencia de ese mismo espíritu pero en comunión con el “espíritu del Cielo” (la serpiente o dragón celeste), convirtiéndose esos lugares en centros de un espacio sacralizado, donde en ocasiones se levantaban santuarios a las deidades correspondientes. También esos menhires estaban situados en confluencias de caminos y con el tiempo devinieron las “hermas”, donde aparecían representaciones de la serpiente telúrica y del dios de los viajeros y de la Sabiduría: Hermes, el portador del caduceo, y cuyo equivalente celta no era otro que el dios Lug. En el Cristianismo fueron sustituidos por las “cruces del camino”, pero su simbolismo continuó siendo el mismo.
Tengamos en cuenta, en este sentido, que las piedras verticales (como los obeliscos) son símbolos del eje del mundo y los menhires en particular actuaban de “antenas” de recepción-transmisión que facilitaban la comunicación entre las energías cósmicas y telúricas. En efecto, esas piedras enhiestas y fálicas tenían propiedades genésicas por el hecho de ser receptáculos de las energías sutiles del cielo, energías que por su intermedio se transmitían no sólo a la tierra, sino también al hombre. Las mujeres estériles se acercaban a esas piedras por sus innatas virtudes fecundantes, pero también cumplían una función similar en los ritos iniciáticos, destinados al renacimiento espiritual.
Muchos crómlechs, que significan asimismo “coronas de piedra”, eran además observatorios astronómicos (Stonehenge), especialmente relacionados con los solsticios y los equinoccios y asimismo con las distintas fases de la luna, y los movimientos de ciertas estrellas o planetas que eran para ellos significativas pues se trataba de los mismos dioses los que a través de esas direcciones espaciales, de esos movimientos, ritmos y ciclos celestes, les ofrecían las claves para descubrir las medidas numéricas y geométricas de la estructura cósmica, de las que nacerían también sus calendarios.
Todo ello nos ilustra acerca de una “ingeniería espiritual” conscientemente elaborada por seres que trajeron consigo la civilización a esta parte de Occidente, o mejor dicho adaptaron esa civilización preexistente en un momento dado de su ciclo que coincide precisamente con el inicio de lo que la tradición hindú denomina el Kali-yuga, la “Edad oscura”, equivalente a la Edad de Hierro de Hesíodo, y que es la última de ese gran ciclo de la humanidad que la misma tradición hindú denomina el Manvantara.[18] Ellos conocían perfectamente las pautas secretas de la vida universal, cuyos modelos se reflejaban muchas veces tanto en la configuración del paisaje como en la propia obra realizada por el hombre, que los reproducía bajo formas diversas y en armonía con la unidad de un Todo omnipresente en cada una de sus partes. La tierra, como diosa-madre y esposa, no sólo era un reflejo del cielo, del padre, sino su complemento, y ambos conformaban un cuerpo, un alma y un espíritu únicos.
Puede hablarse entonces con toda propiedad de una Cosmogonía megalítica, donde el “espíritu de la Tierra” estaba unido al “espíritu del Cielo”, siendo el hombre el intermediario y canalizador de su síntesis esencial, que él plasmó en las formas e imágenes de su cultura, de sus mitos, símbolos y ritos, o sea en el paisaje de su geografía mental en correspondencia con una geografía física que también era sagrada, como el propio tiempo, pues todos los aspectos de la existencia humana estaban, y siguen estando, integrados en el conjunto de la vida cósmica y terrestre.
En realidad no sabemos cómo se denominaban a sí mismas aquellas sociedades, pues el nombre de megalitismo es reciente y viene dado por las “grandes piedras” (megalitos) que utilizaban en sus construcciones. Desconocemos el motivo de porqué esas piedras y construcciones debían tener formas gigantescas muchas de ellas, al igual que las figuras de hombres y animales yacentes en el paisaje, y formando parte de él. Pero lo que sí es cierto es que la civilización megalítica sacralizó la piedra al considerarla el símbolo que mejor expresaba el poder creador y omnímodo de la divinidad, al mismo tiempo que su misterio inmutable.[19]
También están esas figuras extraordinariamente estilizadas que semejan el arte de las Cícladas del Egeo, esos “ídolos” antropomorfos -en realidad divinidades- hechos de marfil, mármol o cerámica, donde se destacan unos ojos sumamente abiertos y redondos con finas y rectas líneas que aluden claramente al sol y a la luz, o bien esas figuras de diosas de la fecundidad embarazadas delicadamente elaboradas, esos ajuares, collares y brazaletes de oro o de otros materiales, esas “placas” de pizarra con incrustaciones geométricas de lo que parece ser un calendario lunar, o las formas esquemáticas de seres del mundo intermediario, y de sus deidades, grabadas en los menhires, estelas y dólmenes, en las pinturas rupestres, y muchas más expresiones del arte y la cosmogonía de una sociedad tradicional en su pleno desarrollo creador.
En todo el territorio de lo que fue Tartesos están los dólmenes con forma de túmulo más grandes de toda la península. Esos túmulos, destinados a recibir los cuerpos de los reyes fenecidos (o sea que cumplían la misma función que las pirámides de Egipto) estaban realizados con el mayor grado de perfección técnica posible, claro ejemplo de que aquellos artesanos conocían la esencia del arte de la construcción en sus relaciones con la geografía sagrada y la astronomía.[20]
Todos los datos nos llevan a concluir que la civilización megalítica formó parte de la prehistoria de Tartesos, es decir que en ella está su origen, y todo lo que la cultura tartésica desarrolló posteriormente ya estaba contenido en germen en el legado dejado por sus antepasados.[21] Por eso mismo, y a pesar de las influencias que recibiría de los pueblos venidos del otro lado del Mediterráneo, siempre existió un “sello” distintivo, característico de Tartesos, y por eso no fue absorbida completamente por los griegos, cretenses y fenicios, sino que estando gobernada por reyes y sacerdotes que habían creado un reino antes de que aquellos llegasen a sus costas, y siendo herederos de una antiquísima tradición, supo extraer de esas culturas lo mejor de ellas mismas fusionándolo en su propia cosmogonía.
Bajo este criterio, muchas cosas se entenderían acerca de ciertos aspectos de esa cosmogonía que pasarían posteriormente a las culturas turdetana e íbera que se desarrollaron en el antiguo territorio tartésico, el cual en su máxima expansión, y como veremos más adelante, fue más amplio de lo que habitualmente se cree. Por ejemplo, cualquiera que haya contemplado las figuras que aparecen en el monumento funerario íbero de Pozo Moro (siglo VI a.C.) encontrado en la provincia de Albacete,[22] pero actualmente en el Museo Arqueológico Nacional (fig. 9), y se adentre en su significación simbólica, ritual y mítica, se dará cuenta de lo que estamos diciendo. Concluirá quizás con lo que acerca de la cultura maya afirmó Federico González: que estamos en presencia de “una alta civilización primitiva”, siendo en este contexto la palabra primitiva sinónimo de primigenia. Una sociedad la de Tartesos cuyos sabios y hombres de conocimiento eran depositarios de la Ciencia Sagrada.
Fig. 9. Monumento funerario de Pozo Moro. Un jabalí bifronte en torno a cuyas patas se enrosca una serpiente también doble con cabeza humana que surge del seno de la tierra. Representación de un rito de los orígenes. El jabalí es en muchas culturas un símbolo de la autoridad espiritual.
[7] J. Caro Baroja, La “Realeza” y los Reyes en la España Antigua. En este mismo texto, Caro Baroja afirma algo con lo que estamos totalmente de acuerdo: que las leyendas sintetizan la Historia.
[8] En el término de Porcuna, concretamente en el llamado “Cerillo Blanco”, se ha encontrado el que hasta ahora es el más importante yacimiento del arte íbero, en este caso íbero-turdetano. Sus magníficas esculturas se encuentran en un anejo del Museo de Jaén, especialmente habilitado para su exposición permanente.
[9] En efecto, todos los historiadores y geógrafos antiguos (Plinio, Estrabón, Diodoro Sículo, Aulo Hirceo, Polibio, Apolodoro, Avieno, etc.) coinciden en considerar a los turdetanos como los herederos de la civilización de Tartesos. También hemos de nombrar a Pomponio Mela, nacido en la actual Tarifa, o en Algeciras según algunos, y contemporáneo del emperador Claudio. Él nos legó una obra titulada De Chorographia, o De Situ Orbis (“Sobre los lugares del mundo”).
[10] Se puede considerar a las inscripciones que aparecen en las monedas íbero-turdetanas acuñadas durante el período republicano romano como la continuidad de un sistema de escritura tartésico.
[11] Hablamos concretamente de Egipto, reconociendo en ello la autoridad de Platón al respecto cuando en el Timeo menciona el avance de un gran Imperio que procede del océano Atlántico llegando a dominar los pueblos de Libia (África del Norte), Egipto y Europa. Pero también nos referimos a Fenicia, cuyo nombre griego phoínikes, “rojos”, viene del color de los tejidos “púrpuras” que elaboraban y comerciaban, pues eran muy apreciados. Ahora bien, sin negar esa etimología, nosotros consideramos que hay en dicha denominación algo más profundo, y es el hecho de que los fenicios eran también herederos de la Atlántida, cuyos habitantes constituían precisamente la raza “roja”, al igual que los indígenas americanos. De phoínikes deriva también el nombre griego de la palmera (phoenix), árbol emblemático de los pueblos de Oriente Próximo y del Mediterráneo, entre ellos Cartago, llamados los “púnicos” entre los romanos debido a su procedencia fenicia. Y dentro de este contexto etimológico no podemos olvidarnos del “ave Fénix”, pájaro mítico que encarna o simboliza a la propia Tradición sapiencial, que periódicamente muere y renace de sus cenizas, es decir se “oculta” para renacer nuevamente con vigor renovado de sus propios gérmenes espirituales.
[12] Ver a este respecto el cap. II de nuestro libro La Obra de Federico González. Simbolismo, Literatura, Metafísica. Asimismo remitimos a Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, de Federico González y colabors. (Módulo III, acápite “Alfonso X el Sabio”). En el capítulo III, nota 74, volvemos sobre este tema.
[13] Ver a este respecto el segundo capítulo donde hablamos del mosaico de los “Amores de Júpiter.”
[14] Cada una de las doce eras zodiacales, que son eras de civilización, dura unos 2160 años, estando relacionadas con el ciclo de la precesión de los equinoccios.
[15] En la llamada estela tartésica de Ategua (fig. 5), lugar muy cercano a Ulia, se aprecia precisamente la influencia del arte arcaico griego, y concretamente del llamado período “geométrico”, muy presente en las islas del Egeo, y también en Chipre, isla consagrada a Afrodita dicho sea de paso. Precisamente, de la palabra Chipre (Kypros en griego) deriva el nombre del cobre (cuprum). Estas estelas funerarias se extendieron por todo el territorio de Tartesos y su área de influencia. En su gran mayoría representan escenas de ritos funerarios de jefes guerreros, lo cual nos indica que en esa época éstos habían alcanzado un puesto relevante dentro de la sociedad tartésica. En un ejemplo evidente del cambio de era zodiacal al que antes aludimos.
Fig. 5. Estela funeraria tartésica de Ategua (Córdoba), muy cerca de Ulia. Entre otros elementos se puede apreciar el carro con ruedas de cuatro radios, que se asimila al “carro solar” sobre el cual es transportado el guerrero fenecido.
[16] No confundir estas edades con las de Bronce y de Hierro que, junto con la de Oro y la de Plata, representan las cuatro edades de la humanidad de que habla Hesíodo en Los Trabajos y los Días, y que se corresponden con períodos cíclicos mucho más extensos y equivalentes a la doctrina hindú de los Yugas.
[17] Ahora entendemos por qué en ciertas leyendas británicas se menciona a la Península Ibérica como la “tierra de los antepasados”.
[18] El nacimiento de la civilización megalítica coincide prácticamente con los orígenes de la civilización Sumeria y Egipcia, que también comenzaron con el Kali-yuga.
[19] Para todo esto ver nuestro estudio: “El Espíritu de la Tierra. Notas sobre la Geografía Sagrada”, aparecido en el Nº 27-28 de Symbolos, también en su versión telemática.
[20] En efecto, en Tartesos los dólmenes-túmulo albergaban la tumba de los reyes. Algunos de esos túmulos se encuentran todavía en buen estado de conservación. Recordemos unos cuantos representativos de los cientos que existen en toda Andalucía: los de Menga, Viera y el Romeral (Antequera, Málaga); el de Matarubilla y la Pastora (Valencina de la Concepción, Sevilla); el del Término (Alcalá de Guadaira, Sevilla). El dolmen de Soto (Trigueros, Huelva); El Pozuelo (Huelva); el de Alberite (Cádiz); Pantano de los Bermejales (Granada); los de Casa Don Pedro (Bélmez) y el Gigante (Fuente Obejuna) ambos en la sierra de Córdoba, por no hablar de los dólmenes y otras edificaciones de Los Millares, Almería.
[21] En el yacimiento ibero-turdetano, o íbero-túrdulo, de “Cerrillo Blanco” (Porcuna, Jaén), que fue una necrópolis tartésica, se ha encontrado una tumba de la época megalítica (fig. 8) donde reposaban los restos de los dos antepasados (hombre y mujer) que dieron origen al linaje del que descenderían posteriormente los tartesios que habitaron ese lugar. Esa tumba sería, pues, el “eslabón” que confirmaría la existencia de unos vínculos culturales muy poderosos entre la civilización megalítica y la tartésica, visible también en su heredera íbera. Sobre esta necrópolis ver La Necrópolis de época Tartésica del “Cerrillo Blanco”, de Juan Félix Torrecillas (Diputación de Jaén, 1985).
Fig. 8. Necrópolis de Cerrillo Blanco. En este lugar sagrado de las culturas arcaicas de Andalucía se encuentra la tumba en forma de dolmen donde reposaban los antepasados megalíticos que dieron origen al linaje del que descenderían posteriormente los tartesios, y tras ellos los íberos que habitaron ese lugar.
[22] Exactamente en el término municipal de Chinchilla de Montearagón, por donde pasaba la Vía Heraclea (gran parte de la misma se convertiría posteriormente en la vía Augusta) que unía el Sur peninsular con el Levante.
DL: CO 2050-2016. Diputación de Córdoba. Montemayor 2016.